sábado, 21 de diciembre de 2013

Nocturnos

Mi nuevo vecino está soñando. Lo sé porque yo sueño con él. O, mejor dicho, yo lo sueño. El consorcio no sabe nada. Sospecho que de enterarse buscarían la manera de subir las expensas. El edificio se valoriza por ser la clara inventiva de hombres que nunca despiertan. Cualidad que los turistas valoran mucho, según parece. Nunca despiertan porque están conectados a máquinas y electrodos que dominan sus pensamientos y, en la casi realidad del sueño, se juzgan despiertos. Son ahora los turistas los que están dormidos, deambulando dentro de los sueños de los hombres que nunca despiertan. Camelia deja el equipaje. Es un símbolo de la crudeza del lugar, del suelo ajedrezado que la deja insomne. En realidad, todos están dormidos, pero nunca duermen: sueñan, aunque es real el sueño, y la pequeña niña llega con su bolsa de fin de semana, y desconecta los electrodos, y todos esos hombres que sueñan están a punto de dormir.
 -No puedes despertarlos –dice a su lado su padre.- No terminarían de crecer, se corromperían. Protesta Camelia, diciendo que cualquiera está dormido, huéspedes o inquilinos, todo el mundo sueña.

Me despierto, enciendo la luz de la mesita. Veo a mi novio desnudo a través de la puerta del baño. Nunca fuimos normales. Ahora nadie sabe que sueña, sólo sé que Rudolf Arthur Jenckins era el mejor alquimista del mundo.

 Alejandro Bentivoglio & Raquel Sequeiro