Mi nuevo vecino está soñando. Lo sé porque yo sueño con él. O, mejor
dicho, yo lo sueño. El consorcio no sabe nada. Sospecho que de enterarse
buscarían la manera de subir las expensas. El edificio se valoriza por
ser la clara inventiva de hombres que nunca despiertan. Cualidad que los
turistas valoran mucho, según parece. Nunca despiertan porque están
conectados a máquinas y electrodos que dominan sus pensamientos y, en la
casi realidad del sueño, se juzgan despiertos. Son ahora los turistas
los que están dormidos, deambulando dentro de los sueños de los hombres
que nunca despiertan. Camelia deja el equipaje. Es un símbolo de la
crudeza del lugar, del suelo ajedrezado que la deja insomne. En
realidad, todos están dormidos, pero nunca duermen: sueñan, aunque es
real el sueño, y la pequeña niña llega con su bolsa de fin de semana, y
desconecta los electrodos, y todos esos hombres que sueñan están a punto
de dormir.
-No puedes despertarlos –dice a su lado su padre.- No
terminarían de crecer, se corromperían. Protesta Camelia, diciendo que
cualquiera está dormido, huéspedes o inquilinos, todo el mundo sueña.
Me
despierto, enciendo la luz de la mesita. Veo a mi novio desnudo a
través de la puerta del baño. Nunca fuimos normales. Ahora nadie sabe
que sueña, sólo sé que Rudolf Arthur Jenckins era el mejor alquimista
del mundo.
Alejandro Bentivoglio & Raquel Sequeiro
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