domingo, 3 de noviembre de 2013

Hojalatas End (Volviendo de Oz)


en el final del mundo, cuando ya no podía encontrar nada más, se alzó una roca gigantesca. Tenía boca y ojos y hablaba con un corazón de hojalata incrustado en el centro. Debía medir unos cuarenta pies. Por un momento creí que podría devorarme. Se limitó a contarme que, detrás de todas las montañas metálicas, había un mundo nuevo.
-¿Nuevo? -pregunté.
-A veces lo nuevo asusta -dijo.
Yo observaba el corazón metálico, que, al bombear, recreaba esos sonidos enigmáticos. Todos esos crash y crus y bis y tizssss... todos esos sonidos tan escasos como diferentes, abstraído por completo de mis pies y los ladrillos amarillos.
 -¿No  te parece infantil?
-¿La historia?Mucho. Pero todas las historias van hacia algún lugar y no son siempre para niños o adultos, en ocasiones se mezclan tantas equivalencias con la rutina que nadie puede decidir con imparcialidad si dejarlas de este o aqueste lado, esa es la virtud.
-¿La virtud de qué? -pregunté, inocente como un querubín.
-Pues no sé... la fina línea que separa los cuentos del relato para adultos; síguela y tal vez te encuentres en un motel de carretera.
A punto de protestar intuí que aquel ingenio exraterrestre tenía los días contados.

viernes, 1 de noviembre de 2013

MARY POP

Mary no estaba en su casa. Mary no estaba en el tejado. Mary no estaba con el gato. Mary dejó de
estar ensangrentada, la ensangrentada Mary. Mary dejó el paraguas al entrar, el suelo resbaladizo por
la lluvia, mojado por el agua, el agua del paraguas escurriendo calle abajo. La cabeza de la
atolondrada Mary con los cabellos empapados.
No, Mary no estaba en su ataúd, la pobre Mary. Con sus uñas afiladas. Aquí no no hay niños, Mary, delante del espejo se puede pronunciar su nombre. ¿A qué vamos a jugar para justificarnos? La inocencia es el primer lastre que se abandona, oh, Mary, es que ya no hay caras felices. Pero creo lo sabías.
Tarde o temprano anochece.

Raquel Sequeiro & Alejandro Bentivoglio

Μινόταυρος (Beautiful Things)

Terminaron por sentirse doblegados, hundidos y cercenados, terminaron por copiarse las palabras los juegos y los infames pensamientos, terminaron embarullados en el principio que no era otro
que el mismo principio de siempre igual de confuso. Terminaron atrapados entre cuerdas, entre saltos al vacío y explicaciones demasiado tontas. Terminaron perdidos, casi sin saber cómo mirarse. Terminaron tomados de las manos, corriendo siempre hacia diferentes amaneceres, cada cual más brillante.


Raquel Sequeiro & Alejandro Bentivoglio

Soy un libro


En el anaquel se la izquierda está ese libro avejentado que yo escondí entre todos los libros que quedan en el mundo. La guerra fría se llevó todos a un bunker, incluso a mis hijos, a los hijos de mis hijos y a los hijos de los hijos de mis hijos. He vuelto a ser un árbol frondoso. Los habitantes de las islas se recuestan en mis ramas y, antes de dormir, abren un libro.

El plagio del juez

Mijael Oh, crítico literario de la Editorial Ibrahim que convoca, está preso en La Isla. El juez del caso presentó una novela a concurso que, según Oh se basa en historias apócrifas del texto hebreo arameo del Tanaj. El juez Roggio dice que la trama de su novela es falsa y que el crítico miente. Agrega que él no sabe leer hebreo arameo, mal podría haberlo plagiado. La noticia toma lugar en los medios periodísticos, en las redes y por supuesto en los círculos literarios. Mijael está preso en La Isla, con la falsa novela del juez por compañía.
—¿Por qué falsa? —pregunta su compañero de celda.
—Ni yo lo sé —responde Mijael—…para defenderse de mi acusación y confundirnos.
Una cámara suscita su atención: están siendo grabados. Yamnia, la periodista, se queja del frío que hace en todas las habitaciones.

Ada Inés Lerner & Raquel Sequeiro

Altamira

Los coptos nos tienen acorralados, los egipcios no nos dan tregua, los sumerios se han despertado de su largo sueño… No sabemos cómo nos hundimos en esta cueva y todos los otros nos persiguen sin poder guardar aliento. Ahora, encerrados sin alimento, nos dedicamos a hacer dibujos en las paredes.
—¡Mira qué bonito le salió el búfalo al nene! —gritaste eufórica.
—Sí, sí. Muy bonito. Lástima que no sirva para llenar nuestros estómagos —contesté sarcástico.
—¿Ah, no? Ven, acércate. Dale un mordisco. Está un poco duro, pero dadas las circunstancias...
Cuando finalmente lograron entrar las hordas salvajes, no pudieron distinguirnos entre las pinturas estampadas sobre la roca. El camuflaje resultó perfecto y sospecho que nosotros viviremos por siempre, o al menos hasta que la cueva se derrumbe por efecto de alguna catástrofe. Ellos, en cambio, serán presa fácil de los depredadores que acechan a la sombra de los riscos.
 
Raquel Sequeiro & Fernando Puga

Año 2024

No han caído en la cuenta de que, desde hace mucho, nadie sale de casa, las calles están desiertas, en los patios del colegio no se oye a ningún niño, la leucemia los ha derrotado a todos. Ya no se dan cuenta que el mundo no es blanco y negro, sino de colores. Ya no entienden, ni evalúan.
Yo me he dado cuenta, en el silencio de las teclas del ordenador, que este pueblo vacío está congelado y que, para descongelarlo, tendré que volver.

Rigor mortis

El peatón cruzó a paso ligero dos pasos de peatones verdes, un cuarteto de escaleras rojas y siseantes, un mirador y a un marinero impertérrito mirando al mar.
Me hago mayor susurró el viejo—. No sabía nada de Ciudad Fantasía. ¿El reto de no perder la ilusión, le llamáis? —agregó, sin dejar de mirar por el diminuto agujero.
Si no dejas el catalejo, viejo, todo lo verás disforme. Acércate a la ventana. Yo me voy a trabajar; aún tengo que cruzar un acueducto.

El pueblo

Cuando tengo los ojos azules, mi frente es de un color cerúleo. Nada de esto preserva una gran importancia: mi incapacidad para cortarme las uñas, sí, o para jugar al bádminton, o para comer chicle, pese a que soy juez y tengo cuatro hijos, que, en el árbol genealógico serían señalados como murciélagos, otros tantos como licántropos y unos pocos como vampiros y hadas; con semejante descendencia apenas puedo cerrar los ojos un instante al día, a lo sumo. Por suerte las brujas del pueblo empiezan a cotillear y ya sabemos aquí que de parecer a ser hay un corto trecho.

La rata

Era una bruja de las mejores. Barría la casa con la escoba y ¡voilá!, desaparecían todos los muebles y la rata de la casa. Era ésta pequeña, peluda y enfadadiza, un tanto obtusa, y lo peor era la estrecha largura de su hocico. Irene desmontó en pedazos la fregona, se llevó el aspirador hasta el armario e intentó mover la escoba, pero esta no le hizo caso. En estos instantes es la rata, quien, agazapada, conseguía dar caza a la escoba, tumbarla, amedrentarla y colocarla en su sitio.

El topo

El aislamiento en el que vivía Dardo Amoroso procedía de su exagerada destreza para hacer cualquier cosa que se propusiera. Cuando lo frustraban no le resultaba difícil destacarse en algún otro plano, desarrollar un aspecto alternativo del invento o descubrimiento fallido, aunque lo que no podía evitar era esconderse, ocultarse del mundo y de la gente. Pero nunca se preocupaba mucho por nada ni durante demasiado tiempo. Salía en las horas de luz nocturna, cuando las farolas grandes estaban apagadas y los diminutos LEDs encendían los recónditos rincones de la ciudad. Pese a ello seguía incólume en su ostracismo. Al topo que caminaba bajo la hierba del parque le pareció un tipo sumamente interesante; a Dardo Amoroso le importaba sólo hacer fotografías, se había estropeado su ordenador y no le apetecía dibujar. Por la mañana le haría una visita a Onda Acuática para dejarle un regalo en la bañera.

Sergio Gaut Vel Hartman & Raquel Sequeiro

En el siglo venidero

 Y la adolescente victoriana dejó ver un trocito de su cuello, el escote que languidecía y suspiraba de amor y congoja y la dejaba embarullada de amor y de celos. Su enamorado estaba en la ventana con la criada. Supuso, viéndolo todo desde el jardín, que esos eran los idilios secretos del marqués, no tan secretos puesto que ella los veía y... El padre interrumpió sus pensamientos. Llegó a caballo, con el perfecto traje de montar de un ilustre mayordomo y la sacó de sus ensoñaciones. El visitante del piso de arriba estaba al salir y ella decidió esperarlo porque el reparo de su padre únicamente confirmó lo que ella tanto deseaba: nunca pensaba en los sinsabores y estaba dispuesta a irse con su fugitivo mental. Mojó su pelo en la fuente. El marqués siempre se imaginó que ella tardaba una eternidad en limpiarla.

Raquel Sequeiro & Cristian Cano

Vida interior


Le recorro los labios con mis pasos cortitos, ligeritos. Busco la fisura que me permita el ingreso a la oscura oquedad de su boca, pero la rigidez impide separarle los labios. Giro. Voy y vengo por el camino rojo que va palideciendo hasta hacerse morado y que se desinfla después del pinchazo que doy con mi aguijón. Se abre la compuerta. En el intento terrorífico de no quedar atrapado me fijo en los números del sello que hay en la puerta, si no los recuerdo todos no podré volver. El aguijón se me cae a pedazos, llego cuando casi no tengo oxígeno y observo el corazón latir. Unos cuantos arreglos de soporte al ser de inteligencia artificial y el ciclo vital está completado. QI (flujo vital de energía): 3000 trillones; injerto en válvula izquierda. Informe del  insecto máquina Herb. Está muy oscuro. 3456836549365456, no era. 2347689045637289, tampoco...

Fernando Andrés Puga & Raquel Sequeiro

Un largo pasillo hasta el otro lado de la calle


Hay una diferencia entre la melancolía y la latente depresión del muerto que atisba la casa contraria y se ennoblece mirando cuanto hay al otro lado de la calle llenándose la vista de ojos, de coches, de árboles, de farolas, de habladurías, de susurros, de soles, de lunas, de parques, de hondonadas, de valles… Le llegaba la vista tan lejos que creyó por un momento que era Dios, luego se sostuvo la mirada frente al espejo. Su hija Cati le explicó en un susurro que las nuevas gafas eran mágicas. Ernesto se quedó boquiabierto, con la baba colgándole del labio inferior; pasaron un par de coches. Ernesto aún vivió doscientos años más; ahora soy yo la que lleva las gafas.

Batalla naval


El capitán grita.
Brillantes las naves, que briosas en sus nubes de adoradas velas azotadas al viento cual cabelleras doradas y flamígeras, hunden sus garras en los confines oceánicos perlados de lacustre almíbar coralino.
—¡Basta! Me hundo —declara el capitán con el agua al cuello y la desesperación hasta la coronilla.
Brillantes las naves, que briosas en sus nubes de adoradas velas azotadas al viento cual cabelleras doradas y flamígeras, hunden sus garras en los confines oceánicos perlados de lacustre almíbar coralino.
—¡Maldito loro! ¡Deja de repetir mis versos! ¡No ves que estoy muriendo y jamás podré corregir tanto floripondio!
Brillantes las naves, que briosas en sus nubes de adoradas velas azotadas al viento cual cabelleras doradas y flamígeras, hunden sus garras en los confines oceánicos perlados de lacustre almíbar coralino.
La batalla ha terminado el capitán jamás volverá a escribir y el loro en vuelo libre repite…


Raquel Sequeiro & Lucila Adela Guzmán.

Pensativa

Había una caja de música, una caja de música verde, con los bordes deslucidos y las tapas gastadas, era, no  obstante, mi caja favorita, en ella atesoraba cucarachas. No podía llevarla a ninguna parte debido a que dejaba de sonar y las cucarachas morían por falta de música, la música es pues una de mis pasiones frugales. Añoro los días en que esa caja de cuerda antigua era una caja para guardar cucarachas.
—Abuela, ¿cuándo se convirtió en una caja de estas? —Le da unas cuantas vueltas.
—Hace poco. ¿Conoces al relojero?
—Lo conozco. —Se quedó pensativa—. Es el relojero loco —dijo, frunciendo el ceño.
El relojero vive después de los humedales.
Cierto es que funciona raro y que la cuerda dura eternidades.
—¿Loco por qué?
—Porque le da sus tuercas a los relojes.

Laboratorio de sueños

Arrojó el cigarrillo al charco y saltó. Había estado pensando en Gustavson, el único paciente con el que se sentía ligado por una relación afectiva, un sueco con el que uno podía conversar sin sentir que lo hacía con un imbécil. Pero eso no era suficiente para hacerle cambiar de idea. El mundo es un nido de idiotas, reflexionó, un agujero negro de miserables y pervertidos. Gustavson le había contado todos sus sueños, pero no lo hizo para que los investigara y lograse descifrar algo, lo hizo para que el viaje fuese menos monótono, para que, momentáneamente, el hecho de no vislumbrar tierra y estar terminando las reservas de comida resultase menos pretencioso. Había un laboratorio en el camarote de Gustavson y a él le gustaba llamarlo de una forma especial, porque, al abrir la puerta del espejo, el mundo dejaba de ser sólo agua y un barco solitario.


Sergio Gaut Vel Hartman & Raquel Sequeiro

Guardianes interplanetarios

—¿Lo has pensado bien?
—¿Pensar qué? —dijo.
—Ser un peatón verde. Uno de los nuevos. Como aquel de allí —señaló al otro lado de la carretera, hacia la otra acera blanca, lisa y susurrante—. Aquel es un phlauto; siguen todas las normas del código de circulación canónico.
Al pequeño Wlist se le llenó de líquido la pleura, por la ansiedad. Se vio reflejado en uno de los múltiples espejos de los enormes edificios alineados, extravagantemente planos, monocordes y rectangularmente altos. Echaba de menos la cuadra de Magenta, su yegua, y la vasta estepa, en el otro planeta. Se desencadenó la vibración de siempre: ese choque de placas tan extraño.
—Regresamos en segundos y visualizamos el plano de este.
Wlist se quedó confuso; no se movía ni un corcho.