Y la adolescente victoriana dejó ver un trocito de su cuello, el escote
que languidecía y suspiraba de amor y congoja y la dejaba embarullada de
amor y de celos. Su enamorado estaba en la ventana con la criada.
Supuso, viéndolo todo desde el jardín, que esos eran los idilios
secretos del marqués, no tan secretos puesto que ella los veía y... El
padre interrumpió sus pensamientos. Llegó a caballo, con el perfecto
traje de montar de un ilustre mayordomo y la sacó de sus ensoñaciones.
El visitante del piso de arriba estaba al salir y ella decidió esperarlo
porque el reparo de su padre únicamente confirmó lo que ella tanto
deseaba: nunca pensaba en los sinsabores y estaba dispuesta a irse con
su fugitivo mental. Mojó su pelo en la fuente. El marqués siempre se
imaginó que ella tardaba una eternidad en limpiarla.
Raquel Sequeiro & Cristian Cano
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