-Encontré la puerta al infierno -dijo
Bruns.
-¿Dónde estaba?
-En el jardín de infantes.
-¿Estaba cerrada?
-No me fijé, había mucho pegote. Ya sabes, tenía dulce en el picaporte, mucho polvo de galletitas, plastilina. La habían marcado con crayones.
-¿Símbolos satánicos?
-Algo sobre ese dinosaurio violeta, el de la televisión. Y algo sobre Bob Esponja, estaba en latín, no pude entender mucho. Hay desapariciones - divagó Bruns-. Y roturas de nariz, magulladuras y algún golpe; lo saben bien los de la Policía científica. Pude ler incrustada la frase Infierno de Nada, bastante borrosa y embadurnada de azucar rosa.
-¿Dónde estaba?
-En el jardín de infantes.
-¿Estaba cerrada?
-No me fijé, había mucho pegote. Ya sabes, tenía dulce en el picaporte, mucho polvo de galletitas, plastilina. La habían marcado con crayones.
-¿Símbolos satánicos?
-Algo sobre ese dinosaurio violeta, el de la televisión. Y algo sobre Bob Esponja, estaba en latín, no pude entender mucho. Hay desapariciones - divagó Bruns-. Y roturas de nariz, magulladuras y algún golpe; lo saben bien los de la Policía científica. Pude ler incrustada la frase Infierno de Nada, bastante borrosa y embadurnada de azucar rosa.
– Vamos, creo que no va a gustarle
-dijo Mathews, rememorando la última vez que entró en el infierno
con la escolopendra gigante, en aquel lugar donde había cientos de
caballitos de madera, dispuestos a arder. El niño de ojos blancos
protestó: volverían a pinchar a su precioso caballito.
Alejandro Bentivoglio & Raquel
Sequeiro